La escasez de proyectos empresariales, capaces de ser rentables dentro de un marco competitivo, es una de las principales debilidades estructurales de la economía española, originada por una tradición secular que han cultivado, de una parte, una sociedad civil y unos agentes económicos con aversión al riesgo empresarial, y de otra, unos agentes sociales convencidos de que el beneficio empresarial es una suerte de apropiación de la renta de los trabajadores.
Un organismo, una población, una escuela, etc., podrían ser emprendedoras; dicho de otra forma, podrían valorizar una cultura de la iniciativa, es decir, un conjunto de valores, de opiniones y de actitudes enfocados hacia el acto de emprender. Igualmente, todas las personas en edad de ser activas deberían, frente a una demanda económica y social más compleja y en constante cambio como la actual, «disponer de capacitaciones más diversificadas para responder a las necesidades del mercado de empleo y cumplir con su papel de ciudadanos en las sociedades democráticas», esto decía la OCDE en 1987, para conocimiento de los “neoclásicos” que ahora hablan de la novedad del emprendimiento.
Si la semana pasada razonaba que los recursos para poner en marcha un proyecto empresarial son muy diversos, destacando los de orden financiero y los de capital humano, que necesariamente han de complementarse con la disposición de ciertas cualidades y habilidades, ahora debo añadir que es importante también que el potencial emprendedor valore el modo de vida ligado a la actividad empresarial.
Los cambios en el entorno y en la valoración riesgo-beneficio, derivados de la crisis que estamos padeciendo, están influyendo de manera determinante en el flujo de movimientos de entrada y salida de personas emprendedoras en nuestra economía. Las condiciones de los mercados, junto con las valoraciones que las personas emprendedoras hacen de su entorno político, económico y social, están condicionando tanto la apertura de nuevas empresas como el cierre de las existentes.
Las administraciones públicas han intervenido frecuentemente en los mercados con el objetivo de elevar la actividad empresarial. Los logros de estas políticas han sido escasos y, sobre todo, temporales, ya que el aumento del número de empresarios por encima del nivel de equilibrio produce la rápida caída de los márgenes y la consiguiente salida de las empresas menos eficientes, en muchos casos las creadas gracias a la intervención pública, con unos efectos a largo plazo prácticamente nulos.
Por tanto, el propósito no debe identificarse con intentar resolver el actual problema del paro mediante el emprendimiento masivo a modo de política activa de empleo, sino con promover la emergencia de una importante masa de proyectos empresariales, con la voluntad de influir en las capacidades de organización, de gestión y de estrategia de sus promotores. Todo ello, desde la convicción de que querer aumentar el número de personas que aspiran a crear una empresa o a ejercer responsabilidades que les permitan comunicar, negociar, influir, prever y organizar, significa: estimular este tipo de cultura en nuestra sociedad mediante campañas de sensibilización en torno a la importancia del hecho de emprender y de las pequeñas empresas; desarrollar, a través de la formación, las capacidades para emprender sobre una base individual y colectiva; actuar sobre el entorno social y económico para hacer más favorable la eclosión de iniciativas; y ofrecer a las personas emprendedoras, sean cuales fueren, los medios de mejorar sus ideas, sus aptitudes, y de acceder con mayores posibilidades a financiaciones y servicios especializados y coordinados en redes con vistas a una eficacia óptima.
La noción de empresariado no se limita pues a la fase que conduce al acto de creación de una empresa, ni a la posterior de su desarrollo; abarca por el contrario una cultura en sentido amplio dirigida a promover el trabajo independiente y la creación de empresas, cultura dirigida igualmente a la promoción de innovaciones (productos, mercados, organización, productos o dispositivos financieros), así como a gestionar su proceso de desarrollo y de difusión. A este respecto, el propósito no debe tener como única misión el que una población adquiera capacidades profesionales, técnicas o económicas (o renovarlas), sino también la de «enseñarles a emprender en mejores condiciones» a partir de los medios de que disponen (recursos y potencialidades) y de la utilización de todas sus capacidades para hacerlas fructificar, en definitiva «crear un jardín en el que puedan florecer mil plantas».
Juan Navarro
Director Formación FEHR